Pero ahora quiero detenerme en un tópico filosófico y literario: el postulado de que el Infierno existe, sí, pero no en ningún lugar subterráneo ni tras la muerte de los hombres, sino aquí (en la tierra) y ahora (mientras vivimos). Somos nosotros los que nos forjamos nuestro propio Infierno (L’enfer, c’est nous), alentando actitudes, pensamientos y sentimientos que nos hacen sufrir; y también construimos el Infierno para los demás, cuando les hacemos la puñeta (y así lo sostuvo Jean Paul Sartre: L’enfer, c’est les autres).
En la novela El alquimista impaciente (2000), de Lorenzo Silva, los investigadores interrogan a un individuo, Críspulo Ochaita, sospechoso de asesinato. Ochaita, en realidad, es inocente del asesinato que se le imputa, y está sufriendo además una enfermedad en su estadio terminal (por lo que muere en la novela poco después de este diálogo):
–Mira, sargento –volvió a hablar Ochaita, sin dejar de enfrentarme–. No sé cuánto me queda. No sé si serán quince días, o diez, o dos. No he tenido mala vida: lo he pasado bien, me he salido con la mía muchas veces y he podido darme caprichos que muchos nunca consiguen. Pero ahora todo me la sopla, [...] Es más, si alguna vez hubiera matado a alguien, ahora me daría el gustazo de confesarlo. No es que no crea en el infierno. Vaya sí creo: he vivido allí. Por eso no me importa lo que me espera. Después de todo, será como volver a casa.
¿Cuál es el pedigree clásico de esta concepción? Lucrecio pretendió difundir en Roma la filosofía epicúrea, bajo el ropaje de la poesía didáctica: escribió un precioso poema titulado De rerum natura, sobre el que ya hemos comentado más de una vez en este blog. Uno de los postulados de la filosofía epicúrea es que el Infierno no existe, entre otras razones, porque las almas de los hombres no sobreviven a la muerte de las personas. En un largo pasaje del libro III (versos 978-1023), Lucrecio argumenta que los castigos convencionales del Infierno (los de Tántalo, Ticio, las Dánaides) en realidad son metáforas de los sufrimientos que experimentamos en vida, fruto de nuestros vicios morales. He aquí algunos versos (978-983, 992-997):
Atque ea ni mirum quae cumque Acherunte profundo
prodita sunt esse, in vita sunt omnia nobis.
nec miser inpendens magnum timet aëre saxum
Tantalus, ut famast, cassa formidine torpens;
sed magis in vita divom metus urget inanis
mortalis casumque timent quem cuique ferat fors. [...]
sed Tityos nobis hic est, in amore iacentem
quem volucres lacerant atque exest anxius angor
aut alia quavis scindunt cuppedine curae.
Sisyphus in vita quoque nobis ante oculos est,
qui petere a populo fasces saevasque secures
imbibit et semper victus tristisque recedit.
Y no cabe duda de que cuantos castigos del profundo Aqueronte
transmite la leyenda, todos los encontramos en vida.
No existe un Tántalo desdichado que tema la enorme roca
suspendida en el aire, como se cuenta, paralizado por vano terror;
sino más bien en vida, el vano temor a los dioses agobia
a los mortales, y temen la vicisitud que a cada uno les depare el azar.
En realidad, para nosotros Ticio es aquél a quien, abatido por el amor,
lo laceran los buitres y lo recome una ansiosa angustia,
o bien lo desgarran las cuitas de cualquier otra pasión.
Sísifo existe también, pero en vida y ante nuestros ojos:
es quien anhela conseguir del pueblo los haces y soberbias segures,
y se retira siempre derrotado y mohíno.
Lope de Vega desarrollará el mismo tópico en el Soneto 54 de su libro Rimas humanas (1609). Siguiendo claramente a Lucrecio, Lope compara a los condenados legendarios del Infierno (Dánaides, Tántalo, Ixión, Sísifo, Prometeo) con el sufrimiento íntimo provocado por los celos de amor:
Que eternamente las cuarenta y nueve
pretendan agotar el lago Averno;
que Tántalo del agua y árbol tierno
nunca el cristal ni las manzanas pruebe;
que sufra el curso que los ejes mueve
de su rueda Ixión, por tiempo eterno;
que Sísifo, llorando en el infierno,
el duro canto por el monte lleve;
que pague Prometeo el loco aviso
de ser ladrón de la divina llama,
en el Caucaso, que sus brazos liga;
terribles penas son, mas de improviso
ver otro amante en brazos de su dama,
si son mayores, quien los vio los diga.
También Quevedo considera que está sufriendo, en vida, el Infierno del amor en su corazón: “mi corazón es reino del espanto”.
PERSEVERA EN LA EXAGERACIÓN DE SU
AFECTO AMOROSO Y EN EL EXCESO DE SU PADECER
En los claustros del alma la herida
yace callada; mas consume hambrienta
la vida, que en mis venas alimenta
llama por las medulas extendida.
Bebe el ardor hidrópica mi vida,
que ya ceniza amante y macilenta,
cadáver del incendio hermoso, ostenta
su luz en humo y noche fallecida.
La gente esquivo, y me es horror el día;
dilato en largas voces negro llanto,
que a sordo mar mi ardiente pena envía.
A los suspiros di la voz del canto,
la confusión inunda l'alma mía:
mi corazón es reino del espanto.
Tengo incluso una hipótesis sobre dónde concretamente leyeron Lope de Vega y Quevedo el texto de Lucrecio: seguramente en alguna de las antologías o polianteas de textos latinos que tanto éxito tuvieron durante el siglo XVI, en las que los extractos se englobaban bajo epígrafes que representaban tópicos y motivos. Los tópicos, a su vez, se organizaban en orden alfabético. Un probable candidato sería el libro Illustrium poetarum flores, de Octaviano Mirándula. Conoció muchas ediciones. Una joya de mi biblioteca es un ejemplar de este libro, de 1553, cuya portada es ésta:
Y el texto de Lucrecio (una porción) está reproducido en la página 347, bajo el tópico "De Inferno" y el epígrafe "An sit inferni poena aliqua & quod non sit, secundum quorundam insulsam opinionem" (Si existe algún castigo en el Infierno, y lo que no es, según la necia opinión de algunos):
Así que, ya saben, no hay nada que temer: si damos por buena la opinión de Lucrecio, el Infierno no existe; nos lo creamos nosotros mismos, en vida. Y si el Infierno existiera, no hay duda de que cuando lleguemos allí... será como volver a casa. Pues que tarde lo más posible...
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Yo, cmo Lucrecio, tampoco creo en la vida (cualquiera y comoquiera que sea) después de la muerte. Por tanto, el infierno para mí no existe. Los infiernos que nos labramos, casi siempre son trampas en las que somos presa de nuestras mezquindades y de nuestra propia perversidad. La maldad que todos albergamos (en potencia o en desarrollo) inyecta una bilis amarga que con frecuencia nos alcanza de lleno. La maldad nace de un egoísmo desatado y sin límites, que coloca a nosotros y a nnuestro bienestar por encima de nunguna otra cosa o persona. Y en esa estrategia para cazar nuestro bienestar a veces resultamos ser el cazador cazado, envuelto en nuestras redes hechas de miserias.
ReplyDeletePor otro lado... qué envidia de biblioteca, amigo... A ver si la vas sacando ala luz "bloggera" poco a poco.
Un saludo.
Gracias por su post. Ha hecho Vd. que al menos este Viernes de un otoño que no llega nunca, no lo viva en el Infierno. Y gracias otra vez, Sr.Laguna, por su blog, por hacerme conocer a Gilbert Highet, por recordarme lo analfabeto que soy pero darme ganas de sumergirme en el mundo clásico. Y, por favor, permítame decirle que no nos olvide demasiado. Se le echa de menos cuando no escribe durante semanas.
ReplyDeleteBendito infierno!!!!!!!
ReplyDeleteGracias a todos por leer y comentar, gracias por mostrar interés. Me ha agradado y hasta emocionado que un lector, lianesp, llegue a afirmar que la lectura de estas bagatelas le exime de unos ratos de infierno. Si es así, me considero más que pagado y recompensado.
ReplyDeleteAh! Si la vida es un Infierno, como dice vigi, pues que viva el Infierno!
Saludos:
G. Laguna
¿No fue un poeta simbolista francés el que dijo que el infierno eran los otros? Sartre sólo lo recuerda.
ReplyDeletemu gueno lo tuyo, señó profe, aunque se nota musssho mussho el rigor mortis académico
sin ánimo de ofender y sí de admiración
que la salud no le canse nunca