29.3.05

nomen omen

Acabo de terminar de leer la novela La noche del oráculo (Título original: Oracle night), de Paul Auster (New Jersey, 1947), en traducción castellana (Barcelona: Anagrama, 2004). Una novela bien construida con la técnica de las muñecas rusas: novela dentro de otra novela dentro de otra novela...

Pero lo que me interesa aquí es que el protagonista, alter ego del autor, reflexiona sobre una curiosa creencia que yo he compartido desde mi juventud: el enunciado de un hecho futuro pueda ocasionar su cumplimiento en la realidad. Es decir, un enunciado verbal, una palabra, un nombre (nomen) pueden tener una fuerza performativa, conjurando el destino (omen) y determinando, por tanto, el futuro. He aquí algunos comentarios sobre la cuestión en la novela de Auster:

“Los pensamientos son reales –sentenció-. Las palabras son reales. Todo lo humano es real, y a veces conocemos las cosas antes de que ocurran, aun cuando no seamos conscientes de ello. Vivimos en el presente, pero el futuro está siempre en nosotros. Puede que el escribir se reduzca a eso, Sid. No a consignar los hechos del pasado, sino a hacer que ocurran cosas en el futuro. (p. 235) [...]

Al cabo de más de veinte años de aquellos hechos, creo que Trause estaba en lo cierto. A veces conocemos las cosas antes de que ocurran, aunque no lo sepamos.” (p. 236)
Los romanos compartían esa superstición. Creían ciegamente que un enunciado verbal podía determinar el futuro. La misma palabra para “destino” en latín es fatum, que significa literalmente “lo dicho” (lingüísticamente fatum es forma neutra del participio de perfecto pasivo del verbo defectivo *for, “hablar, decir”).

Evoquemos ahora un episodio relevante de la historia de Roma. Estamos en el año 230 a. C. El reino del Ilírico (emplazado en la costa adriática, frente a Italia, en el territorio que hoy es Albania) practica una política expansionista, bajo el reinado de la reina Teuta. El reino patrocina, además, la piratería en el Adriático, que perjudica el comercio marítimo de Roma (igual que en el siglo XVI el reino de Inglaterra patrocina a los piratas que atacan los galeones españoles en el Atlántico). Los romanos, tras intentar un arreglo diplomático, emprenden una guerra contra el reino Ilírico. Y en el año 229 conquistan las ciudades de Corcyra (moderna Corfú), Apollonia y Epidamnos. No deponen a la reina Teuta, pero la someten a tributo y limitan la expansión de su reino, estableciendo un protectorado en los territorios ocupados.

Illyricum

Pero el nombre de la ciudad de Epidamnos suscita un mal agüero para los romanos, ya que temen que su ocupación vaya a resultar “para-daño” (epi-damnum) de Roma. ¿Solución?: cambian el nombre, implantando la denominación ya existente de Dyrrachium (moderna Durrës, en Albania, a unos 30 km. al oeste de Tirana). El escritor latino Pomponio Mela, de origen hispano y autor del compendio geográfico De chorographia, alude a este cambio de nombre:

Dein sunt quos proprie Illyrios vocant, tum Piraei et Liburni et Histri. urbium prima est Oricum, secunda Dyrrachium, Epidamnos ante erat, Romani nomen mutavere, quia velut in damnum ituris omen id visum est. (2.56)

Luego vienen a los que llaman propiamente ilirios, y también pireos, liburnos e histros. La más importante de sus ciudades es Orico, la segunda Dirraquio, que antes se llamaba Epidamnos, pero los romanos cambiaron su nombre, pues les pareció un augurio de que iba a servir de desgracia para los que llegaran.
Un último detalle. Como los romanos consideraban que la mera mención de una desgracia podía causar que ésta ocurriera, usan frecuentemente una fórmula lingüística y retórica, que llamamos aversio, para prevenir ese cumplimento (por tanto, con un carácter apotropaico, para alejar la desgracia). La fórmula básica es quod di omen avertant (“ojalá los dioses alejen tal agüero”), aunque puede presentar variantes (cf. Oxford Latin Dictionary s.v. omen, 2b). Por ejemplo, Cicerón en su cuarta Filípica menciona la intención de Marco Antonio de conquistar militarmente Roma y repartirse el botín entre sus secuaces. Para evitar que alcance cumplimiento lo que se enuncia como posibilidad, Cicerón añade la correspondiente fórmula de aversio:

Quibus M. Antonius –o di inmortales, avertite et detestamini, quaeso, hoc omen!- urbem se divisurum esse promisit. (Cic. Phil. 4.9)

A éstos Marco Antonio -¡oh dioses inmortales, alejad y aborreced, os lo ruego, este augurio!- ha prometido que ha de repartirles Roma.

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7 Comments:

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