No sepas lo que pasa
Nos gusta proteger a nuestros hijos. Deseamos fabricar un ámbito a su alrededor que los preserve del mundo real. Fuera de ese espacio protegido impera el mal, la desgracia, los accidentes, las enfermedades, la pobreza, las contrariedades. Los queremos inmunes, incólumes y exentos de todo ello. A eso aspiramos.
Terminada la guerra civil española (1936-1939), el poeta Miguel Hernández (1910-1942) es condenado a muerte. Se le conmuta la pena por la cadena perpetua. Estando preso en la cárcel de Torrijos, recibe una carta de su esposa, Josefina Manresa. Ésta le comunica que tiene tan gran penuria de medios que sólo se alimenta de pan y de cebolla. Josefina y Miguel tienen entonces un hijo de pecho, Manuel Miguel. El poeta le dedica al hijo uno de su más conmovedores poemas, las "Nanas de la cebolla": ahí expone su aspiración a que el hijo viva feliz, despreocupado e inmune a la desgracia y miseria que lo rodea. He aquí el principio y el final de este poema:
NANAS DE LA CEBOLLAEn la mitología griega, Acrisio, el rey de Argos, no quería que su hija Dánae concibiera, pues un oráculo había predicho que el nieto de Acrisio mataría a su abuelo. Por eso Acrisio encerró a su hija en una torre. Pero Dánae concibió de Zeus, quien se filtró por el techo de la prisión en forma de lluvia de oro (por cierto, en mi ciudad hay una agencia inmobiliaria con el inapropiado nombre de Dánae: seguro que los pisos que venden tienen goteras):
(Dedicadas a su hijo a raíz de recibir una carta de
su mujer, en la que le decía que no comía más que pan y cebolla)
La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla,
hielo negro y escarcha
grande y redonda.
En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.
Una mujer morena
resuelta en luna
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te tragas la luna
cuando es preciso. [...]
Vuela, niño, en la doble
luna del pecho:
Él, triste de cebolla,
tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.
Y así Dánae tuvo a su hijo Perseo. Pero cuando el rey se enteró, arrojó a Dánae y al bebé Perseo al mar, dentro de un arca de madera. Ya en alta mar, se desata una terrible tempestad. Pero el niño duerme plácidamente. Y Dánae le canta una nana, para mantenerlo ajeno a los peligros circundantes. Se describe el episodio en un fragmento lírico del poeta griego Simónides de Ceos (556-467 a. C.), que dice así en traducción castellana:
Cuando dentro del arca bien labrada
la arrastraban los soplos del viento
y el agitado oleaje,
se sintió sobrecogida de terror, y con mejillas húmedas
se abrazó a Perseo y le habló:
“¡Ah, hijo, qué angustia tengo!
Pero tú dormitas, duermes como niño de pecho,
dentro de este incómodo cajón de madera de clavos de bronce
que destellan en la noche,
Tumbado en medio de la tiniebla azul oscuro.
No te inquietas por la ola que lanza
por encima de tus cabellos la espuma
marina ni del bramar del viento, recostando
tu bella carita en mi mantilla de púrpura.
Si para ti terrible fuera lo que es terrible,
ya habrías prestado oído ligero a mis palabras.
Pero te lo ruego, duerme, niño mío.
Que duerma también el alta mar, duerma la inmensa desgracia.
Ojalá se mostrara algún cambio,
Zeus Padre, movido por ti.
Y si con alguna palabra atrevida
y al margen de lo justo te invoco, ¡perdóname!
(Traducción: C. García Gual)
Quizá Miguel Hernández se inspirara en este pasaje de Simónides de Ceos. O quizá ambas composiciones hayan surgido independientemente, nacidas de una tendencia universal en los hombres: la de proteger a sus hijos, en un intento de ocultarles que es terrible lo que es terrible.