Del amor y de sus indignidades
El eximio poeta Jaime Gil de Biedma (1929-1990) fue un hombre muy enamoradizo, que tuvo muchos amantes varones y una sola amante mujer (la famosa Bel). Pero Gil de Biedma era muy consciente de las indignidades a que el amor sometía al enamorado. Así, en una entrevista concedida en 1983 declaró:
"Porque cuando uno vive el ciclo completo de las relaciones amorosas siempre acaba recibiendo una mala noticia acerca de sí mismo; siempre acabas descubriendo que eres mucho más despreciable de lo que pensabas, capaz de mezquindad, de celos, de deseo de posesión, de cosas deleznables, horribles."
(J. Pérez Escohotado (ed.), Jaime Gil de Biedma. Conversaciones, Barcelona: El Aleph, 2002, 181-182)
Creo que la mayoría de los pensadores y escritores griegos y romanos compartían esta visión sombría sobre el amor: por ejemplo, el poeta latino Lucrecio, que en el siglo I a. C. se propuso difundir en Roma la filosofía epicúrea mediante un poema didáctico titulado De rerum natura. Lucrecio dedicó una amplísima sección, en el libro IV de su poema, a glosar los numerosos males del amor. Según Lucrecio, el amor expone al enamorado a la degradación personal y a muchísimas indignidades: se desperdicia la energía y el tiempo, se pierde la libertad, se derrocha la hacienda, se descuida el trabajo (otro tópico literario) y la fama, se sufre por el remordimiento y por los celos:
Adde quod absumunt viris pereuntque labore,
adde quod alterius sub nutu degitur aetas,
languent officia atque aegrotat fama vacillans.
labitur interea res et Babylonia fiunt
[...]
ne quiquam, quoniam medio de fonte leporum
surgit amari aliquid, quod in ipsis floribus angat,
aut cum conscius ipse animus se forte remordet
desidiose agere aetatem lustrisque perire,
aut quod in ambiguo verbum iaculata reliquit,
quod cupido adfixum cordi vivescit ut ignis,
aut nimium iactare oculos aliumve tueri
quod putat in voltuque videt vestigia risus.
(4.1121-1124, 1133-1140)
[Añade que [los enamorados] desperdician sus fuerzas y mueren de sufrimiento,
añade que se pasa la vida bajo la voluntad de otra persona,
las tareas decaen y se resiente la reputación, débil.
Se dilapida además la hacienda y se producen derroches,[...]
Y en vano, pues de mitad de la fuente de los deleites,
surge una amargura que angustia entre los mismos donaires:
o bien porque la mente misma, consciente, quizá sufre remordimiento
de pasar la vida desidiosamente y de perder el tiempo,
o porque la amada emitió una palabra y la dejó ambigua,
y esa palabra permanece clavada en el corazón del enamorado como un fuego,
o porque se considera que la amada pasea demasiado sus ojos y mira a otro,
y se detectan en su rostro indicios de una sonrisa.]
Por su parte, la mayoría de los poetas de tradición petrarquista de los siglos XVI y XVII tocan el tema. Estos poetas son igualmente conscientes de que el amor es un factor muy degradante de sus personas. Y advierten a sus lectores, para que ellos no caigan también en las mismas indignidades en que ellos mismos han incurrido. Baste como ejemplo un exquisito soneto amoroso de Francisco de Quevedo (1580-1645):
[ADVIERTE CON SU PELIGRO A LOS QUE LEYEREN SUS LLAMAS]
Si fuere que después, al postrer día
Que negro y frío sueño desatare
Mi vida, se leyere o se cantare
Mi fatiga en amar, la pena mía,
Cualquier que de talante hermoso fía
Serena libertad, si me escuchare,
Si en mi perdido error escarmentare,
Deberá su quietud a mi porfía.
Atrás se queda, Lisi, el sexto año
De mi suspiro: yo, para escarmiento
De los que han de venir, paso adelante.
¡Oh en el Reino de Amor huésped extraño!,
Sé docto con la pena y el tormento
De un ciego y sin ventura fiel amante.
Por tanto, según Quevedo, enamorarse es hipotecar la libertad y la dignidad personal a cambio de casi nada: por un bello rostro. ¡Cuánto recuerda esto a la frase de Lucrecio reproducida antes: alterius sub nutu degitur aetas ("se pasa la vida bajo la voluntad de otra persona")! Y el poeta Luis Cernuda insistiría en la misma noción: «Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien / Cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;»
Así que ya saben los lectores de este blog: si en algo estiman la opinión de Lucrecio, de Quevedo y de Biedma, eviten enamorarse, para no incurrir en la degradación e indignidad inherentes al amor.
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